lunes, 2 de febrero de 2009

De cómo partí siendo un Samana y volví siendo un licántropo

El ponerme en marcha para abandonar por vez primera mi región ya era por sí mismo un buen presagio. Mi ser auguraba que una sucesión de agradables sucesos acompañara mi viaje espiritual.


Mis ojos fueron espectadores de experiencias y eventos que nunca antes habían visto y que se ofrecían con toda su esencia y esplendor. Si bien muchos de ellos merecen ser narrados, solo destacaré aquí y ahora mi descubrimiento del campo energético.


Ubicado en la región septentrional de Miramar este bosque es el gran misterio de la comarca. Árboles de ramas grises, como de cenizas, son el único follaje en una zona donde ni siquiera hay pasto. Adoptando -nadie supo explicarme porque- formas fatuas y retorcidas parecen las manos de mármol de un anciano con artritis que buscara la cara de dios en el cielo.


En numerosas partes pude detectar grupos de árboles que se contorsionan al unísono hacia un costado, como si una esfera gigante e invisible se posara sobre ellos curvándolos con su peso y tamaño.


Bajo la oscuridad mortuoria de un grupo de esos árboles me senté la noche en que llegué a Miramar. Ahí detuve mi andar y ubicándome en posición india cerré mis ojos y desperté como ya me lo había enseñado Pablo Honey.


Me hallaba yo solo.


Yo y mi OM.


El pensar y el decir dejaron de ser una necesidad y aspire la paz de aquel valle con sus difuntos retoños. La muerte, repentinamente, no me parecía compañera de la tristeza, y de la nada se reveló un pájaro lejano que detuvose a silbarme a mi oído la naturaleza de ese utópico lugar.


Antiguamente la morada de los indios Taínos y el lugar en el que rendían homenaje a su cacique y al dios Inti.


El pajarillo acariciaba con su dulce narración las paredes de mis oídos y seguía proyectando su perfecta película en mi mente encapsulada en el perfecto OM.


Los territorios de los Taínos se extendían por varios kilómetros a la redonda pero aquel lugar tenía algo especial además de su forma. Fue la morada terrenal del dios Inti.


Inti joven fue un taíno más solo que siempre se había destacado en todas las artes y prácticas de su pueblo. Solo en una se sentía menor y esto lo frustraba enormemente: no podía amar.


El júbilo de la dulce canción colmaba mi corazón y me sentía dichoso de haberme embarcado en tamaña aventura. El OM fluía manso, tranquilo, pero caudaloso, como el amazonas por América.


Hasta que un día Inti conoció a una muchacha que advirtió en sus habilidades nada más que simpleza. Pero al no maravillarse ante sus particularidades ella lo comprendió más que ninguno de la tribu lo había hecho antes. Entonces el se encendió de amor y de paz.


Incendiado voló desde la tierra hasta su actual morada: Sin ella pero con el corazón colmado de felicidad, una felicidad que le desbordaba y le llevaba a brindar sus virtudes a los demás.


Había encontrado que el utilizarlas para el mismo era un fin egoísta, y que sólo al compartirlas -sólo luego de conocer el amor- se sentía dichoso.


La canción del pájaro finalizó; con profunda armonía abrí mis ojos y me hallé levitando por sobre los arboles en medio de la bruma matinal y acompañado por el rocío que caía muy lentamente sobre los arboles muertos. El descenso del rocío sobre ellos era la bendición diaria de la antigua morada de Inti.


Mi caída no fue violenta y cuando finalmente me erguí sobre el suelo sentí que no quería conocer más nada de aquella ciudad, que todo lo que tenía que saber, ver, y oír ya estaba en mi…


Sin embargo decidí no retirarme tan tempranamente. Aun así no tomé sol ni hice muchas de las cosas que habitualmente hacen los veraneantes.


De esa forma volví a mis pagos como un licántropo: Blanco como me había ido, pero sediento de muchas cosas que sabía que ahora vería con distintos ojos.


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